jueves, 16 de agosto de 2012

La ciudad de los paraguas obsoletos

El sindicato convocó a una reunión nacional. La situación era insostenible. Así no se podía seguir viviendo. Debemos reclamar al Estado Nacional que se haga cargo de nosotros, hemos dedicado toda la vida a esta noble tarea. Bueno, tampoco hagamos mucho quilombo, hace años que casi todo viene del país del arroz, esos chinos acabaron con nuestra tradición. Creo que tenemos que encontrarle otra utilidad, algún genio debe pensar para qué mierda pueden servir los paraguas ahora que nadie quiere usarlos.
Ya no molestaban más en las veredas, no sacaban más ojos, no mojaban a los que estaban en la parada, delante o atrás de quien lo portara, no ingresaban a locales, oficinas u hogares mojándolo todo, no demoraban la subida a los colectivos atravesándose en las puertas porque no cerraba, no había más gritos de la abuela condenando al infierno a quien lo abriera dentro de la casa pues la parca vendría de visita, ya no se los veía en ningún rincón del país, salvo como techo de cucha de algún cuzco delicado que tuvo que irse a vivir afuera dadas las nuevas circunstancias de vida.
La gente había decidido que era en vano, no había funcionalidad alguna frente a la realidad. Los desecharon completamente.
El sindicato de paragüeros se declaró en estado de alerta y movilización permanente, tan permanente como el motivo que los condujo a la desgracia económica. Nadie, pero nadie les prestó atención, era una desgracia menor frente a lo que vivía el país.
Pero a pesar de considerarlo un grupo menor e insignificante, frente a las tribulaciones que se vivían, las marchas de paragüeros fueron el detonante de la bomba que llevó a la población a percatarse de que se habían acostumbrado a lo inexplicable, a lo incomprensible. Ver en la Avenida más larga del mundo esquina Callao a esa especie de marcianos que portaban abiertos de par en par ese casi desconocido elemento que había desaparecido de la vida cotidiana un par de años atrás, era un hecho risueño y asombroso que atraía a los turistas con sus altas cámaras fotográficas por descubrir un argentino con paraguas.
La ciudad capital era una anarquía total. Gobernaba la legislatura discutiendo incansablemente sobre proyectos masturbatorios que nunca se aprobaban por estar fifti fifti en las bancadas. El jefe de gobierno había abandonado el barco, nunca mejor dicha esta frase milenaria, al ver que los subterráneos estaban inservibles, que todas las obras que había dicho que realizó quedaron expuestas como inútiles intentos de construcciones ficticias, todo se había transformado en un caos y él decidió tomarse el buque, o mejor dicho un crucero por indeterminado tiempo hacia lugares más apacibles dando vuelta por el mundo, es decir como siempre lo hizo, pero sin volver a divisar las costas del país que abandonó, a pesar que dejó su corazón de azul y oro latiendo en una bombonera que se había convertido en una gran tosquera.
La expresidente, ahora como primer ministro del país, porque las modificaciones logradas en los ámbitos parlamentarios así lo habían permitido, gracias a la voluntad popular; había utilizado la cadena nacional para referirse a los hechos que azotaban la patria desde hacía tiempo, y que debido a la presencia de los paraguas olvidados todos volvieron a incomodarse al ver la realidad por contraste. Su mensaje fue positivo, como siempre, pero dejó una sensación húmeda, un poco más, en los ojos de los fieles seguidores cuando reconoció que esto se lo debíamos a Él que seguramente desde el más allá había desatado su ira, porque ella lo vio con la sangre en el ojo, en el ojo que miraba para el otro lado mientras saludaba a los de abajo, cuando lo de la famosa 125; entonces ahora se habían jodido, claro que sí, no más soja, no más maíz, no más vacas pastando verde, no más leche derramada, no más puta oligarquía, no más nada, porque todo se estaba complicando y mucho, tal vez se le había ido la mano o el ojo con la ira, pero el mensaje fue de esperanza, de poner el lomo, de no aflojar, de que las reservas estaban seguras, que el índice de vida no subiría como…bueno, mejor no dar ejemplos que alteren la paz social, que todo se iría a normalizar algún día, que por favor conservaran la calma, que no se contagiaran esa barbaridad que había estremecido al mundo entero con los argentinos en malla; que a este país lo sacamos entre todos o no lo saca nadie, adelante.
El auditorio nacional debatió durante una semana si la primer ministro dijo sacamos o secamos, pero todo siguió igual. Con su discurso y el recuerdo de las mallas reavivó el tema de la gran marcha hacia el Río de la Plata. Al año del comienzo de las húmedas noticias, un grupo, siempre fanático, comenzó a propalar la noticia que este era el fin del mundo, o el fin de argentina, que nuestro querido país había sido elegido entre todos los del planeta y que ahora no habría Arca alguna, que todo estaba perdido. La depresión que atormenta a los sufridos, más la estupidez humana de cierta señora apocalíptica que siempre vio tempestades y que aún no había logrado adelgazar como ella deseaba, sostenía, junto a un periodista idéntico a ella más barba, que esto era una maniobra del nuevo modelo de gobierno y que gracias a ciertos satélites colocados en Marte dirigidos haca la atmósfera habían modificado las condiciones del clima para mantenerse eternamente en el poder, decíamos que sostenían que todo estaba perdido, que era el acabóse, que nada tenía más sentido, que siguiéramos todos juntos el camino señalado por las predicciones mayas. Con lo cual, y para sorpresa del mundo entero, de todas las calles y avenidas de la capital federal comenzó a salir gente en malla, bikinis, trikinis, shorts, enterizas, zungas, todos con algo que ocultara sus pudendas partes, porque la profecía era maya. Así fue como esas hordas de fanáticos religiosos clasemedieros se dirigieron hacía el Río de la Plata lanzándose desde la hermosa costa porteña, no sin antes clavarse un exquisito sanguchito de bondiola en los carritos de la costanera, no sea cosa que viajaran con hambre hacia el más allá, y se tiraron unos tras otros a la voluntad de Iemanjá o de algunos pececitos que los miraban con cariño, todo esto sucedió hasta que llegó la gendarmería nacional y luego de degustar las bondiolas y unas cervezas de canuto que llevan siempre en los serios vehículos, pusieron orden y evitaron que los últimos tres se arrojaran al Río de la Plata.
Todos se acostumbraron a la nueva situación, luego de tanto tiempo, era normal sentir como la vida se pegaba en la piel, pero sucedieron algunos altercados entre las parejas.
Hubo casos de violencia de género, verbal, donde el macho bravío acusaba a su media naranja de regresar siempre húmeda al hogar luego del trabajo, las palabras sobraban, el sartén o la olla sonaba. Pero en algo se pusieron de acuerdo todos los amores todos, en no volver a escuchar nunca más ese tema de Pablo Milanés que dice, todavía quedan restos de humedad…
Se dejaron de ver cabellos al viento, permanentes, peinados raros, con ondulaciones, todo fue liso desde aquel día.
Todo fue cuestión de acostumbrarse a vivir así, porque el hombre es un animal de costumbre, aunque a decir verdad los animales no se la bancaron más y se fueron para otros países limítrofes, los que no podían volar, por razones obvias, lo hicieron a lomo de otro solidario animal que lo trasladó en forma gratuita con tal de ir dialogando con alguien porque hasta el habla se había perdido entre los argentinos cuando caminaban por las calles.
La vida, a secas, solo se desarrollaba bajo techo, en el afuera todo era autómata, mecánico, automático, sin palabras, con los ojos entreabiertos, y siempre, siempre llorando, o al menos eso asemejaban los rostros desde aquél día en que los paraguas fueron obsoletos porque nunca dejó de llover.
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