[El Congreso, de Jorge Luís Borges]
No hallaba razones que explicaran
el por qué generar un oscuro abismo dentro del rancho para subsistir al despojo
de la miserable vida. ¿Qué puede entender un niño desde su lúdico mundo frente
al rígido y agresivo mundo de los adultos?
¿Era lo único que se podía hacer
dentro de las reglas impuestas para la
poca vida de los hombres de a pie?
Los años y el rumiar los recuerdos fueron desmenuzando sentidos.
No existía en kilómetros a la
redonda un lugar así, era el centro de encuentro de tardes, noches y
madrugadas. Era el cielo o el infierno de los sin nombre, los perdidos,
dolidos, nostálgicos, acabados, desamorados, traicionados, expulsados,
borrachos, jugadores, machos, cuchilleros y de algún que otro pistolero. Era también
mi casa.
¿Cómo podía ser que un par de mesas de truco, un billar, un
metegol y unas damajuanas de tinto barato reunieran habitualmente a estos
personajes, de postreros cuentos leídos en Arlt, que emergían de las catacumbas
vivientes de la pobreza? Estos iguales a nosotros en rostros de otros.
¿Qué magia deshilachada había en el rancho, donde intentábamos
crecer entre sueños de escuela de guardapolvo blanco y canchita de fútbol, que
los vilipendiados por la hipocresía de la sociedad acudían a beber la esperanza
abandonada en las tardes de tristezas solapadas?
Los rostros-pergamino a los pocos años, las manos de surcos
arados por el trabajo realizado para buen provecho de otros, los labios agrietados
por el alcohol, el tabaco, el sol y el frío;
las espaldas dobladas por el peso del yugo de la diaria condena a vivir sin reír
desde adentro.
Y era la casa de todos y la nuestra, todos desarrapados. Y
era la mecánica social en la casa.
Y unas partidas de billar, unos partidos al metegol y de
pronto las sillas crujían y las mesas reunían a los jugadores de truco. La
tarde caía como también la bebida en depósitos de angustias, y los gritos
salían en la noche oscura hasta que el recuerdo de alguna madre o hermana hacía
saltar el odio que descargar no podían en sus patrones de a diario y empuñaban el
compañero cuchillo o el revólver vengador de una carteada o una mal cantada
jugada y un enojo dejaba abierto el despojo de un cuerpo tendido boca arriba
mirando el destino con ojos blancos de sueños extraviados. Y así, con parpadeantes
ojitos de niño perdido en el asombro de un novísimo charco de sangre, unos
últimos gemidos, otros alaridos, algunas puteadas, golpes y cuerpo arrastrado
como bolsa de papa a la calle de tierra, crecíamos entre hombres de abajo, de
barrio y de barro. Entonces la mesa que sola esperaba, con su estepa verde y sus
bolas viajeras se transformaba en el valle de la esperanza o en el refugio de la
violencia y la muerte incomprensible. Y las horas pasaban mientras apenas andaba
temeroso asomando la cabeza y los brazos
al cerco de sus barandas, tomando el taco como un fusil y disparando a los cuerpos
de las bolas de billar, -como intentando aniquilar las dolencias- que rodaban
como la vida en el frío piso de cemento que había dejado bajo el techo-nuestro
techo- a un jugador menos, ya herido, ya muerto, pero siempre tendido.
El camino estaba marcado. Había que transitarlo de igual a
igual, esquivarlo o esperar hasta el momento de poder hacer otro ‘a mano y sin
permiso’, pero mientras tanto, la mesa de billar –el lúdico mundo- era el
paraíso escondido a la vista de todos los habitantes del infierno.
Así fue que me vi en el espejo del tiempo cuando al tirar la
taba de la historia dimos vuelta la página, -sin perder la memoria-, y
transformamos aquella mesa de sufrimientos y recogimiento en esparcimiento
cuando la barba crecía al igual que la esperanza en los ojos de las hijas de mi
sangre, en los nuevos. Así fue que le dimos otro sentido para los nuevos y para
uno mismo, sin olvidar el pasado.
Hoy, en un aire de resignificación de la existencia y las
heridas de ayer, los cuchillos son para cortar el pan que compartimos y la mesa
para jugar ganándole el truco a la muerte temprana y a la desesperanza en una
nueva partida que ahora es llegada y encuentro.
[dde. el bohío 1º de enero de 2013]
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