Se acercó enjuto, achicándose aún más de lo que los años lo habían obligado, reduciéndose en su humanidad golpeada por trabajos duros que denotaba su cuerpo de mucha más edad que la cronológica. Susurró al oído el título y pidió que lo hiciera con discreción, ya que el desubicado vozarrón era notorio en el stand y su astucia para un acto de semiclandestinidad lo llevaron a tomar precauciones.
Buscamos el libro y pidió que lo ocultáramos porque estaba cerca su destinataria. Todo era raro para nosotros, no para él. Por favor, en silencio y que no vea nada. Sacó su tarjeta de débito y parecía como que rezaba para que hubiera fondos. Su aspecto de trabajador duro de toda la vida, de hombre pobre y achacado por enfermedades a la vista de buen observador, con sus pómulos hundidos, su boca un tanto chupada y sus labios finos, así como sus ojos cansinos rojos escribían un relato de una vida, de muchas vidas en un cuerpo, que ahora estaba decidido a realizar una acción que contó mientras la tecnología se tomaba su tiempo en ese proceso del capital volátil de las conexiones.
Mientras contaba todo, como un libre de pecados inexistentes dentro del confesionario repleto de gente —que había dejado de existir debido a mi curiosidad sobre este misterioso ser— ocultaba el libro en su bolsito de trabajador. Concluimos el trámite en cuestión y apareció una joven de unos veintitantos años, mucho más alta que él, de gran porte, con los mismos rasgos del hombre silencioso y con una sonrisa indagó sobre qué estaba haciendo allí.
El, con su sencillez y amorosidad que siempre transmitió le dijo que nada, que había preguntado algo y ya estaba saliendo.
Ya fuera del stand, se detuvieron en el pasillo. Veía los labios de ambos moverse en conversación inaudible, gestos con sus manos, —y el resto de los lectores seguía esperando impaciente en la fila de la caja porque nada me importaba más que este hecho— y movimientos y las manos del trabajador entraban al bolso y sacaban el libro y se lo daba a la chica y ella pegaba un salto y se emocionaba y lo abrazaba como si fuera el último abrazo de su vida o tal vez el primero, y un Gracias Papá que se oyó a pesar de los imprudentes bulliciosos, y otro abrazo y lágrimas de alegría, y el hombre que volvió al mostrador y yo que apenas lo divisaba porque mis ojos se nublaron con la luz de ese amor en ese pequeño mundo e instante, le tendía la bolsa que habíamos acordado que llevaría luego de la sorpresa.
Este trabajador, con su dignidad y pobreza le regalaba “El suicidio”, de Durkheim, ya que su hija lo precisaba para estudiar pero le había pedido que por favor no gastara, que lo iba a leer en las redes, y el desobediente amoroso laburante papá nos regaló una de las imágenes más tiernas y bellas de esta feria del libro.
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