La noticia vuela en un mundo informatizado hasta los confines del desierto de Atacama o cualquier otro rincón del mundo donde la televisión, la radio o la computadora lleguen, y nos enteramos de todo o casi todo, también de la muerte de otro dictador más en este mundo injusto.
Y es injusto por sobradas razones, salvo algunas honrosas excepciones, y sobran los dedos de una mano para contar aquellos países donde se intenta día a día, con hechos reales y no con retóricas - populistas, bonapartistas, bonachonistas, o sociolistas – elevar al ser humano a su categoría de tal.
Pero las sociedades en las que vivimos también sufren este otro tipo de injusticias, la de intentar y no lograr, a través de los medios de la tinta y el papel que constituyen leyes, que los culpables de los crímenes reciban su merecido castigo de terminar pudriéndose tras las rejas y no en el sillón de su caserón construido, seguramente, con el dinero de las víctimas de sus actos de barbarie.
Aún hoy los miles y miles de desaparecidos, asesinados, y víctimas físicas y psicológicas de los años del Plan Cóndor (pobre hermosa ave que le usaron su nombre para tan bajo vuelo humano), esperan y esperan, sufren y sufren y se retuercen en sus lugares clamando esa justicia que no llega a todos..
Y como es tan lenta y tan benéfica para con los septuagenarios, y otros no tanto, se le adelanta la ley natural de la evolución de la vida para acabar con el cuerpo que porta el culpable que no sintió el peso de la justicia, sino el de los años.
Y pareciera que se burlan muriéndose naturalmente y sin pagar por sus aberrantes hechos genocidas, llegando al fin de su existencia y eludiendo con artimañas de poder el brazo de la justicia.
Brazo, justicia, poder, culpable, asesinos, viejitos, palabras que se unen para abrazarse y enlazarse en una historia que me contara hace tiempo J.M., mi viejo amigo-mentor, sobre un hecho real en la Nicaragua nuevita Sandinista, al poco tiempo de derrotar a la dictadura de Somoza.
“En un pueblo tranquilo y apacible del interior de Nicaragua, donde todos se conocen y se saludan por las mañanas y por las tardes, vino a suceder un hecho que cambió para siempre el andar pausado de su población. El joven visitante que había llegado al pueblo, sonreía cálidamente a cada uno con los que se cruzaba en el camino por sus calles pacíficas y amigables, consultando amablemente por su abuelo.
Los pobladores, ante la búsqueda de un nieto por reencontrarse con sus orígenes, indicaron el lugar donde estaba la casona en la que el anciano hombre vivía.
Al llegar a la vereda frente a la hermosa casa, el joven se detuvo para saludar al viejo que hasta hace una pregunta atrás era su abuelo.
El viejito, que como la mayoría –salvo estas horrorosas excepciones- transmiten esa ternura de la que se visten con la edad, dejó de hamacarse en su butaca de mimbre, frenando con sus piernas aún rígidas y trabando sus rodillas, para mirar mejor a ese joven que se había detenido en el umbral para saludarlo.
No importaba quien era, nobleza obliga y su mano se levanto para responder al saludo. Junto al mecánico acto de elevar las cejas, abrir bien los ojos y estirar las comisuras de los labios que terminan dibujando mas arrugas en su rostro, dejando ver en un reducido espacio horizontal la dentadura postiza en un gesto que denota alegría.
El joven lo miró fijamente haciendo el gesto opuesto al entrecerrar los ojos, fruncir las cejas bajándolas y dibujando el surco en la frente, concentrando los pómulos del rostro que terminan transformándose en dos pequeñas esferas que surgen de improviso en el rostro.
Miró al abuelo y recordó al suyo, al de las fotos, al que no pudo conocer por haber nacido después de su muerte. Pensó en el hijo de su abuelo, y en la mujer que compartía la vida en esos momentos junto a él y a la que el abuelo admiraba por su rebeldía y fortaleza. Recordó a sus padres.
Se imaginó que en esa casa podrían estar ellos, todos juntos, como familia, sentados meciéndose en butacas de mimbre disfrutando de nietos y bisnietos.
Pero no era, no podía ser, nunca sería.
Derramó unas lágrimas por sus hijos que no disfrutaron ni a su bisabuelo, ni a sus abuelos. Hizo memoria y lloró al retroceder en el tiempo y recordar aquel momento cuando narraba a sus hijos las historias que él oyó y al final cuando quiso decirles que su familia, los amigos y vecinos que ya no estaban descansaban en paz porque se había hecho justicia, se le atragantó un nudo de impotencia y bronca en la garganta que lo enmudeció.
Nunca pudo terminar el relato porque aún los muertos andan indóciles.
Tragó saliva, dejó de llorar, bajó su brazo izquierdo, que había alzado para saludar al hombre, y a la vez como en un movimiento sincronizado retiró de su vientre la mano derecha que descansaba bajo el cinturón y la extendió hacía el viejo para finalmente saludarlo exclamando:
“Por los nuestros”,
y el viento sopló feliz junto a dos estruendosos sonidos acompañados por música de rebelde memoria:
“aunque no estemos junto te lo juro...los venceremos...”
“Y pagarán su culpa los traidores”.
por Marcelo Cafiso 11 de diciembre 2006.
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